«Uno de cada tres Testigos de Jehová en Sachsenhausen murió en el invierno de 1939-40»

En septiembre de 1939, después de la invasión alemana a Polonia, la Gestapo detuvo a Max Liebster por ser judío. «Me llevaron a la prisión local —dice Max— y confiscaron mis objetos personales. Cuatro meses después me condujeron al campo de concentración de Sachsenhausen. En el tren, un guardia de las SS me hizo entrar a patadas en una celda, por lo que aterricé encima de un hombre con el que viajaría las siguientes dos semanas. A pesar del terror e incertidumbre al que nos enfrentábamos, aquel hombre parecía tener una calma inusual. Era un
Bibelforscher (como se conocía a los Testigos de Jehová en Alemania). Al llegar al campo, y por una de esas extrañas casualidades de la vida me encontré con mi padre, que agonizaba. En abril de 1940 llevé su cadáver en brazos hasta los hornos crematorios.»
En Sachsenhausen «los SS elegían a menudo a los Testigos para someterlos a torturas especiales […]. Uno de cada tres Testigos de aquel campo murió en el invierno de 1939-40». Entre 1941 y 1943, después de estar en el campo de Neuengamme, Max fue a parar al temible campo de Auschwitz, y en enero de 1945 pasó a Buchenwald, donde se proponían matar a todos los prisioneros judíos. Cuando le llegó el turno, escapó por muy poco de la muerte, pues esa misma noche, el ejército de los Estados Unidos liberó el campo. Max ya era para entonces uno de los
Bibelforscher.
El caso de los Testigos de Jehová no es un episodio insignificante. Se calcula que más de dos mil murieron en los campos o como consecuencia directa de la persecución nazi por su rechazo —debido a sus principios cristianos— de la excluyente ideología nazi y su concepto de la superioridad racial aria, su negativa al saludo
Heil Hitler! y a la incorporación a filas, así como por su rechazo de la crueldad y la violencia. Es cierto, unas dos mil muertes parecen diluirse en el inmenso torrente de víctimas del nazismo: judíos, gitanos, homosexuales, polacos y rusos. Millones de víctimas que impresionan y provocan un intenso dolor. Sin embargo, para entender el drama de los
Bibelforscher es necesario tener en cuenta el factor de «la proporción». John Conway escribió en su libro
La persecución religiosa de los nazi, 1933-1945: «Lugar destacado entre los adversarios del nazismo era el que ocupaban los Testigos de Jehová, la mayoría de los cuales (97%) sufrieron mayor persecución que los miembros de cualquier otra iglesia. No menos de un tercio de sus fieles habían de perder la vida como consecuencia de su negativa a doblegarse o transigir». En términos parecidos se expresó Jorge Semprún, quien en su libro
Aquel domingo, dijo: «En Buchenwald los Testigos de Jehová fueron especialmente perseguidos. [...] El mando SS intentó hacerles abjurar de sus principios. [...] Ni uno solo de ellos aceptó combatir».
Puede que hoy haya quien piense que, como la liberación de los campos se produjo hace ochenta años, ya es inútil recordar aquel horror. Otros quisieran pretender que nada de aquello sucedió, pero sí: Sucedió. La sola mención de Auschwitz aún produce escalofríos. Por respeto a los millones que sufrieron en carne propia o ajena aquella inenarrable negación de lo mejor de la naturaleza humana, se impone el deber de recordar.